Siempre hay una primera vez para todo. Recuerdo, por ejemplo, que mi primera relación homosexual la tuve en una cárcel de menores, el Instituto Agote, con quien fuera por aquel momento el director, un novio de mi mamá. Supongo que debe ser una habilidad aprendida con los años, la de poder detectar la homosexualidad en un adolescente asexuado, la de encontrar el momento propicio para hacer una primera insinuación.
R.S. supo aprovechar una buena oportunidad para tener un encuentro a solas conmigo. Yo tenía que sacar la cédula de identidad y él se ofreció a llevarme al Departamento Central de Policía en la calle Moreno, donde tenía un amigo comisario que nos realizaría el trámite sin necesidad de pasar por las tediosas colas que normalmente éste requería.
R.S. pasó a buscarme por mi casa en auto, un Fiat 600 rojo. Fuimos a hacer el trámite de la cédula de identidad, que nos llevaría menos de una hora. Subimos a la oficina de su amigo, que nos acompañó en el recorrido: sacarme la foto, imprimir las huellas digitales en un cartón y llenar un formulario. Una vez que salimos del Departamento de Policía, R.S. y yo subimos nuevamente al auto y él empezó a conducir por diferentes barrios de la ciudad sin rumbo fijo. Caía una suave llovizna. En silencio, R.S., al volante, encendía de vez en cuando los limpiaparabrisas y yo miraba, ensoñado a través de los vidrios salpicados de gotitas, los reflejos violáceos del atardecer sobre el asfalto húmedo. De pronto él sacó de la guantera una revista pornográfica que enseguida tuve entre mis manos mientras él me señalaba una foto en la doble página central, una orgía entre hombres y mujeres, en la que se veía a un hombre cogiéndose a otro. “¿Ves a éste, cómo se coge al amigo?”, me dijo. No necesitó mostrarme muchas más fotos para convencerme de que las relaciones sexuales entre hombres eran algo normal. Mi fantasía ante la apertura sexual que me proponía R. era —y por entonces yo ignoraba que ésta fuera una fantasía común a muchos y un género aparte de películas pornográficas— la de tener relaciones sexuales con los chicos presos en el Instituto Correccional de Menores. Me los imaginaba morochos, musculosos, muertos de calentura en las celdas, cogiéndose entre ellos.
Además del guardia que nos abrió la puerta del correccional, en el lugar parecía no haber nadie. R.S. me llevó a una oficina que según deduje era la de los guardias, porque tras ella seguía, del otro lado de las rejas, un pabellón oscuro en el que yo supuse que estarían las celdas. R.S. estaba vestido de traje y corbata. El, de espaldas a la ventana sentado al escritorio; y yo, en una silla, del otro lado, sentado frente a él, tuvimos una conversación que muy pronto pasó del tema de las notas en el colegio al tema de las chicas. Me preguntó si ya había debutado y le conté mi experiencia con una prostituta en la Isla Maciel, la primera y única relación sexual que yo había tenido hasta el momento. R.S. se levantó de la silla y se acercó a mí. Yo también me levanté. R.S. me abrazó y me dio un beso de lengua, el primer beso de lengua de mi vida. Cuando sentí su lengua dentro de mi boca, me fui en seco, fue una eyaculación de varios segundos que me corría por la pierna y me traspasaba el pantalón Adidas de lycra azul con tres rayas blancas a los costados. Más tarde sentiría que aquella primera relación con un hombre, en la cárcel de menores, había sido en cierto modo ilegítima, puesto que yo no era ni carcelero, ni recluso.
Decía que siempre hay una primera vez para todo y, a pesar de tener ya más de treinta años y a cuestas una vida sexual desenfrenada, viví, hace unos meses, una experiencia nueva. Estaba en la vernissage de una muestra colectiva en la galería Belleza y Felicidad. Sergio de Loof mostraba una colección de postales de su reciente viaje por París, Roma y Florencia. Las obras de Gumier Mayer desplegaban y extendían sus arabescos brazos multicolores para alcanzar la belleza. Por último me llamó la atención la obra de Marcelo Pombo, Fiebre en la prisión: un collage sobre la caja de un video porno llamado así; y antes de seguir debo confesar que, un año atrás, después de haber visto la muestra anterior de Pombo, víctima del erotismo que emanaban aquellos dibujos, tuve durante varios meses fantasías sexuales con él. Con Fiebre en la prisión también me excité, pero esta vez pude acercarme a Marcelo para compartir aquel estado en el que me había puesto su obra. “Esperame un segundo”, me dijo, y al rato llegó con un videocasete. “Esta es la película, te la presto. Mirá que es una obra de arte, por favor, cuidala.” “Por supuesto”, le contesté y, ahora que lo pienso, fui un privilegiado, porque si la película formaba parte de aquella obra de Pombo, yo fui uno de los pocos que pudo ver la obra en su totalidad. Pero en aquel momento lo que más me importaba era que por primera vez en mi vida me sentaba a ver una película porno, solo, en mi casa.
Mi cuerpo ardía, sentado en el sillón, a dos metros del televisor, viendo cómo un guardia se cogía a un preso latino. El guardia era un negro alto, corpulento, dientudo, muy feo de cara. Tenía una pija enorme que nunca llegó a parársele del todo y que —tal vez por un mal ajuste de color en mi televisor—, embutida en el preservativo, se veía de un color amarillo verdoso, para nada excitante. Sin embargo, la película me recordaba a aquella experiencia con R.S. en la cárcel de menores y me excité tanto que tuve que salir a buscar sexo a la calle, desesperado.
Al poco tiempo, mientras preparaba el bolso para ir al entrenamiento de capoeira, arte marcial brasileño que practicaba desde hacía algunos años, Marcelo me llamó por teléfono para ver si podía devolverle la película. Quedamos en que pasaría por su casa antes del entrenamiento, y con el apuro me olvidé de poner en el bolso un slip, fundamental para evitar el bamboleo bajo el pantalón de lycra blanco ceñido en la cintura, obligatorio para el entrenamiento.
El efecto que me había causado Fiebre en la prisión, las veces que la había visto, se apoderaba de mí nuevamente. De camino a lo de Marcelo me repetía mentalmente algunas frases para introducir en la charla y también las posibles respuestas de Marcelo. Imaginé tantas líneas de diálogo como un ajedrecista razona el posible desencadenamiento de su jugada. Las fantasías sexuales con Pombo se multiplicaban mientras pensaba en las distintas variantes de la conversación.
“Cuando salga de acá tengo que ir a capoeira, pero me olvidé el slip. ¿No podrías prestarme uno tuyo?”, fue una las primeras frases que se me habían ocurrido. Después pensé en una más elaborada y menos directa: “Cuando salga de acá tengo que ir a capoeira, pero me olvidé de poner un slip en el bolso y no hago a tiempo a pasar por casa a buscarlo. ¿Podrás prestarme cinco pesos para que me compre uno?”. Concluí que esta última era la más civilizada y que dependería de la respuesta de Marcelo si mi fantasía de tener un slip suyo se concretaba o no.
Aquella tarde, Marcelo me esperaba con té y tarta de frutillas. Por las ventanas del salón, tan en lo alto que sólo permitían ver el cielo, entraban los rayos del atardecer, de una hermosura que me apaciguaba. Sentados a la mesa parecíamos dos monjes conversando en un refectorio. Decidí entonces no ir nada al entrenamiento y quedarme hablando con Marcelo Pombo el tiempo que durara la conversación.
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