martes, noviembre 24, 2009

Monólogo interior en Contramano

Estoy en la escalera para entrar a Contramano, pienso qué voy a tomar, el precio de la entrada es el de la consumición que pida, si pido una cerveza son cinco pesos, un fernet con coca, ocho pesos; un gin tonic, diez.

—¿Qué vas a tomar?

—Un gin tonic.

—Diez pesos.

Guardo los anteojos en un bolsillo de la campera, saco de otro el aerosol para los bronquios, me doy un puf y lo guardo. Dejo la campera en el guardarropas y camino entre la aglomeración de gente hasta la barra.

El gin tonic es mi último trago preferido. Nunca una bebida me había hecho perder el conocimiento, excepto una vez en París, cuando tuve mi único coma alcohólico. “¡Aay, Pablo! ¡Qué mal que andaba ‘ayee! ¡Andaba’ en cuatro patas!”, me dijo aquella vez Conchita cuando la Polaca me llevaba de la mano al lavadero automático donde yo trabajaba, de camino parábamos en cada bar a tomar una cerveza. En París, al menos en ese barrio, había como mínimo dos bares por cuadra. Yo estaba convencido de que era la tarde del día anterior, pero más tarde descubrí que era la mañana del día siguiente. Me había despertado desnudo después de un almuerzo en el departamento de la Polaca y Emilio, los dueños de la lavandería, una pareja gay: Emilio, filósofo, y la Polaca, hombre de negocios, que había vuelto de Polonia con varias botellas de vodka del Bisonte, la que viene con una brizna de hierba sumergida, una era para mí. “¡Toma vodka, Pablo! ¡Toma vodka!” Y Emilio me decía: “¡Toma vino, Pablo!”.

Ahora que lo pienso no fue ése mi primer coma alcohólico. Aquellas pérdidas del conocimiento en que no sabía, por ejemplo, cómo había regresado a mi casa la madrugada anterior, o cómo había llegado a tal o cual cama, fueron también comas alcohólicos. Y también las noches cuando con mi amigo Nico, después de dos o tres Trapax cada uno, íbamos a bailar a Bunker, donde nos encontrábamos con otros amigos, tomábamos gin tonic, cointreaux con vodka, cerveza... ¡Ahhh! ¡Gin tonic! Ahora me cierra todo. ¡Y mezclado con psicofármacos!

Entonces, ahora acabo no de descubrir sino de redescubrir el gin tonic. Ahora sin psicofármacos, en realidad hace mucho que sólo consumo drogas naturales, marihuana o cocaína, pero hoy ni siquiera fumé. Es una de las pocas veces que llego careta a una disco. El primer gin tonic me emborracha un poco, el segundo es el que mejor me pega, a partir del tercero casi siempre pierdo la conciencia y puedo llegar a hacer cualquier cosa. ¿Será el gin de acá, nacional, medio berreta, o es el gin en general, bueno o malo, el que me provoca este efecto? Se lo pregunté una vez a Raúl, que a veces va a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, y me contestó que uno de los temas que hay que evitar entre alcohólicos es el de los tipos y marcas; entonces yo, para joderlo —en realidad se trata de un ejercicio de voluntad para él—, lo someto a mis descripciones y elogios del alcohol. A mi entender, el alcohol es muy importante en la vida, y que los alcohólicos no puedan tomar una copa de vino de vez en cuando me apena por ellos. Con Raúl intentamos un sistema según el cual yo le controlaba las copas que tomaba por noche; durante un buen tiempo funcionó, pero al poco tiempo siguió tomando alcohol solo después de que yo me iba de su casa y ahora está totalmente desbarrancado.

El barman me alcanza el gin tonic, siempre le pido mi trago al mismo, que me encanta, una picardía en la mirada que asoma sobre su nariz de boxeador, muy despierto, es más, creo que cualquier empleado trabajando de noche en una discoteca gay sabe un montón más de cosas sobre nosotros que nadie. Voy a bailar un rato. Todavía hay poca gente, es temprano, apenas la una de la mañana. Tomo un sorbo. Está fuerte, tiene poca agua tónica, es difícil de tomar, pero relajo la garganta y tomo un trago largo y fresco como una catarata.

Extraño a Alejandro, que ya no trabaja acá; ahora tengo puestos un jean y un buzo que me regaló cuando estábamos de novios. Físicamente me gustaba mucho y además se vestía casi siempre de cuero. Muy musculoso, con algo de panza.

Siempre encuentro una razón para terminar con alguien cuando no me gusta, pero también cuando me gusta. Soy un estúpido, Alejandro me gustaba. Sobre todo sentía una gran admiración por él, que estaba recuperándose de una grave lesión cerebro-vascular. La noche en que hablamos por primera vez me contó, con mucha dificultad para articular las palabras, que unos años atrás vivía en Londres, era contador y se entrenaba en fisicoculturismo. Le creí porque efectivamente tenía cuerpo de ex fisicoculturista. La lesión en el cerebro fue un accidente por exceso de anabólicos. Alejandro era un príncipe convertido en sapo, pensaba cada vez que lo veía pasando el secador por el piso en el baño del local, que a cada rato se inundaba. Esa noche lo esperé hasta que la disco cerrara y me llevó a su casa. En el dormitorio, sobre la cama, había una montaña de ositos de peluche. En esa época yo pensaba que solamente una loca —o una adolescente— podía tener semejante colección de peluches. Fue ahí cuando me di cuenta de que nuestra relación no iba a funcionar, duró poco más de un mes. Sin embargo, hasta la última vez que me lo encontré en la disco trabajando en el baño, nos seguimos besando y manoseando amistosamente. Ahora lo extraño...

“¡Un gin tonic, Dr. Pinchon!”, le digo mi barman amigo. El chiste le causa gracia y me lo festeja con una sonrisa. ¡Ahhh! ¡Qué divino es! No me gusta dejar propina en el vaso de la barra lleno de billetes de dos pesos, porque me sentiría como un viejo decadente que lo estuviera presionando para que me prepare el trago más fuerte o para que sea más amable de lo que ya es conmigo, pero esta vez no puedo evitarlo: cuando no me ve, le dejo un billete por todos los que no le dejé en casi diez años desde que vengo acá, desde el ‘95. ¡Más de diez años! En realidad, si fuera así, con la cantidad de veces que vine, tendría que haberle dejado uno o más billetes de cien pesos. Y si me viera dejárselos, pensaría que me lo quiero coger...

Voy otra vez a la pista. Una loca baila como loca, deja el vaso vacío en el piso al costado del espejo en el que se refleja, se mira, gira con los brazos abiertos. ¿Se sentirá linda? Huesuda, con los ojos saltones delineados, vestida como un bailarín de Rafaella Carrà, pero con el culo chato y caído. ¿No se da cuenta de que se ve ridícula? Lo más probable es que no le importe verse así, es una loca valiente. ¿Me tocará alguna vez dar un show tan lamentable? Ahora que lo pienso, papelones hice varios. La típica habitué... Acá tenemos habitués de todo tipo, en la escala que va de la loca más loca, gerontes y gerontófilos, barbudos y bigotudos, y sobre todo osos, muchos osos, de los fofos y de los musculosos, los osos son los que más levantan, claro, el lugar está lleno de cazadores. ¿Machos de verdad? Solamente los dos de seguridad y el bombero obligatorio después de la tragedia de Cromañón, un uniformado, lindo o feo, siempre calienta.

Otro habitué. Está siempre solo y usa anteojitos, tiene un aire intelectual. Muchas veces nuestras miradas se cruzaron, pero ninguno de los dos se acercaba al otro a conversar hasta que después de varios años de histeriquearnos se animó él. Fuimos a su casa y ahí pude ver la realidad de su vida. Cuando uno mira con deseo durante tantos años a una persona de la que no sabe nada, el encuentro con la realidad puede ser... ¿Puede ser qué? Muy difícil de explicarlo ahora. Igual estoy al pedo, solo con mi copa, pensando pelotudeces. ¿Por qué me cuesta tanto animarme a conversar con los tipos que me gustan? ¿Seré demasiado respetuoso o tendré miedo a ser rechazado? No sé... Ultimamente me animo un poco más, hablo con algunos, la mayoría de las veces son conversaciones tontas. Pero casi siempre estoy solo. Bueno, no es tan así. Me siento solo desde que se fue de casa mi ex... En realidad, lo nuestro nunca llegó a ser una pareja. ¿O sí? De todas maneras ya pasó. Hace menos de un mes intenté reanudar la relación, lo llamé y quedamos en que él me llamaría para que nos viéramos. Nunca llamó. Con él tuve mi primer intento de convivencia, lo conseguimos por unos diez meses y eso es algo que valoro mucho. Ahora la idea de enamorarme se me hace imposible.

Terminé el segundo gin tonic y sigo hablando conmigo mismo. La única frase a otro la digo cuando pido el ticket para un gin tonic en la caja y cuando se lo pido al barman, que se sonríe mientras me lo prepara, me lo da en un vaso largo y luminoso. El tercero. Y ahora digo, esta vez para mis adentros, ¡Doctor Pinchon! ¡Doctor Pinchon! ¡Salud! ¡Salud, dinero y amor! Le dedico mi brindis a mi amigo Raúl Escari, que a los gritos pide en el bar de Dr. Pinchon un Vaso Rebosante de Scotch.

¿Dónde estoy? En una cama. El sol entra por la ventana. A un costado veo una montaña de ositos de peluche tirados en el piso, y en la puerta aparece Alejandro, el sapo-príncipe, que con una sonrisa me trae el desayuno a la cama.

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