jueves, mayo 29, 2008

WALDO

Un cuento inédito de Alberto Goldenstein, maestro del misterio.

Mi peluquero, Waldo, es un cincuentón que emigró desde un pequeño pueblo al sur de Chile hace ya un par de décadas.

Conviven en él una melancolía que tiene algo de fatal, junto a un gran sentido del humor. A través del tiempo se desplegó entre nosotros una complicidad tácita que hace de mis sesiones de peluquería una rutina muy placentera.

Desde el principio me demostró un afecto que es casi como un amor liso y llano, excepto por el espejo que tercia en nuestras conversaciones. Por mi parte yo le retribuyo bajo la forma de una fidelidad absoluta: sólo él me corta el pelo.

En el local trabaja también Carlitos, su ayudante y pareja, un jovenzuelo flaco y desgarbado de muy pocas palabras, que lo acompaña desde hace unos años. Ambos parecerían ser náufragos a los que la buena fortuna unió para una salvación mutua.

En su peluquería unisex, sobria y prolija, suele poner una música muy particular. Podría clasificarse como románticos latinos de todos los tiempos: Estela Raval, Salvatore Adamo, Alejandro Sanz. A pesar de ello la atmósfera del lugar no resulta tan edulcorada como podría suponerse, es más bien familiar y relajada.

Esta vez fui a cortarme el pelo al mediodía. El local estaba sin clientes, ya próximo a cerrar para el almuerzo. Carlitos abrió la puerta, me saludó con un beso en la mejilla y desde el fondo avanzó Waldo con una sonrisa cálida. Sin hablar me señaló el sillón, me senté y me envolvió con el paño estampado.

Ayer pensaba en vos, hace rato que no venías.

Le comenté que había estado unos días en Mar del Plata por trabajo.

Luego de un largo silencio, y mientras avanzaba con el corte, comenzó a relatar:

—Siempre me acuerdo de algo que viví en Mar del Plata hace años, cuando era joven y hacía poco habia llegado de Chile. Era verano, estaba pasando unos días allí. Solia hacer larguísimas caminatas desde el centro hasta Punta Mogotes. Una tarde, en uno de esos paseos, me invadió una tristeza mientras pensaba: ¡qué solo estoy!. De pronto sentí que alguien me tomaba de atrás como abrazándome: traté de zafar en la certeza de que intentaban robarme una cadena de oro que llevaba en el cuello. Se trataba de un muchacho que me saludó y preguntó mi nombre. Le contesté “Waldo, pero no me abraces porque yo no te conozco”. Me preguntó si podía acompañarme y yo acepté. Él me hablaba todo el tiempo y yo solamente pensaba en cuáles serían sus verdaderas intenciones. Me contó que estaba con su padre y no me acuerdo qué más. En un momento nos acercamos a un grupo de gente que miraba unos payasos callejeros. “¿Vamos a ver los payasos?” me dijo. Nos sentamos en unos escalones y me tomó amorosamente del hombro. Era todo muy extraño para mí: él se reía con la actuación y me miraba, alternadamente. No parecía registrar nada más: solo a mí y a los payasos. Al cabo de un rato me propuso ir a un local de videojuegos. Pensé que lo que quería era que le pagara sus juegos. Fuimos, y en un momento se separó de mí y regresó con un puñado de fichas y dos vasos de gaseosa. Me dijo “tomá algunas para jugar y una gaseosa”. Yo estaba confundido y casi no podia disfrutar nada. Al cabo de un par de horas de estar allí me preguntó si podíamos ir a mi habitación del hotel. Ni loco, pensé, se me va con la valija y toda la ropa además de mi cadenita de oro.

Qué ridículo que puede llegar a ser uno, no? —agregué yo a esa altura de la historia—. Además, al fin y al cabo qué importancia tenía lo que se pudiera robar!

—Le dije que no podía llevarlo —continuó— que el conserje no lo permitiría. Me citó para el día siguiente en un lugar determinado. Toda la noche pensé en él, y por supuesto al otro día fui a la cita. No sé cuánto tiempo lo esperé pero él nunca apareció. Finalmente pensé si no habría sido un fantasma, una presencia sobrenatural que Dios me mandó cuando me sentía solo. El año pasado volví a Mar del Plata con Carlitos y pasé a mostrarle el local de videojuegos en el que había estado aquella vez. Nunca me olvidé de ese chico y de su imagen tomándome del hombro, mirando los payasos y riendo. Yo creo que los fantasmas pueden llegar a existir...¿vos?



http://agoldenstein.com.ar/

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