lunes, marzo 03, 2008

Confesiones

Tarde pero seguro. Acá van las Confesiones, a pedido de Rodrigo (a quien no puedo negarle nada)

CONFESIONES (Texto de Pablo Pérez publicado en Confesionario. Historia de mi vida privada /Compilado por Cecilia Szperling. Libros del Rojas. Buenos Aires,2006)

—¿Qué se confiesa?
— Se confiesan los pecados.
—¿Y qué es un pecado?
—Por un lado están los diez mandamientos, por el otro, los pecados capitales. Pero, ¿es lo mismo mentir que matar? Los pecados capitales, ¿no son los mismos que se cometen —además de cometerse en todo el mundo— sobre todo en el Vaticano y en la burguesía católica?
— Yo creo que la confesión sirve para expiar, exorcizar, exteriorizar el demonio que llevamos dentro.
—Otra forma es la del interrogatorio sadomasoquista. El esclavo debe confesar al Amo qué prácticas le gustan, sus fantasías, sus experiencias sexuales anteriores con otros Amos,, etc.
—También se confiesan las mentiras, los propios defectos, o lo que los otros consideran incorrecto o inmoral.
—Yo creo que contar intimidades es bueno para la literatura pero no en lo confesional.
—¡Mirala a ella! ¡Qué tupé!
—Uno confiesa aquello que considera lo peor de sí. A veces no lo peor, sino lo que considera vergonzante a la mirada de los otros, pero que puede llegar a considerar normal, e incluso bueno, como en mi caso sucede con la marihuana, creo que está muy injustamente penalizada. Me da bronca que algunos personajes famosos se hagan los sotas cuando se está hablando frente a ellos o ellos mismos hablan mal de la droga, cuando en realidad en su mayoría la consumen en sus diversas variantes y casi siempre de la mejor calidad posible.
—Para mí, la marihuana es una buena manera de comunicarme con Dios.

(Voces)

Vous avez encore une vingtaine d’années de jolies péchés à faire: n’y manquez pas, ensuite
vous vous en repentirez..

(Diderot)



Confieso que tengo Fe, aunque no sepa demasiado bien Fe en qué. Me siento una mezcla de dionisíaco, platónico, católico, evangelista, espiritista, budista zen, taoísta, hindú, judío, incluso una vez entregué mi alma al demonio y a veces creo que en verdad sí lo hice y que estoy sufriendo las consecuencias.

Confieso que muchas veces, antes de tomar una decisión importante, considero determinados preceptos de cualquiera de estas diferentes creencias e incluso de algunos libros de autoayuda.
Confieso también que creo que mi hermana Paula, que murió en 1992, es mi ángel de la guarda.

Nunca me confesé con un cura católico, porque desde los diez años fui a una iglesia evangelista. Cuando era chico quería ser misionero y participaba, en la Iglesia Evangélica Bautista de Constitución, de todas las actividades en las que podía, siempre con mucho entusiasmo. Hasta que me enteré de las internas de dos pastores que querían quedar al frente de la iglesia cada uno con sus seguidores y, por esto, entre otras cosas, me decepcioné de la religión. En general “la religión”, como la entienden sobre todo los católicos y otros cristianos, me parece decepcionante, lo que no quita que en muchos casos, me sirvan algunas enseñanzas de la Biblia, sobre todo del Nuevo Testamento, y otros libros sagrados.
En la iglesia evangelista, uno no se confiesa como en la iglesia católica, a solas con el cura, si no que da su testimonio en el púlpito, ante toda la grey, lo que me parece tal vez un poco mejor, más parecido a lo que estoy haciendo ahora. En general estos testimonios son del tipo “yo era un drogadicto y alcohólico, y maltrataba a mi mujer y a mis hijos hasta que Jesucristo entró a mi vida y me salvó”. Y todos aplauden y alaban al Señor. En mi caso, las confesiones son más bien “yo soy” que “yo era” y no sé si fui salvado o no. En todo caso, los que me salvaron y me ayudaron en los momentos difíciles de mi vida, fueron mis amigos, mi psicoanalista, mi médico, entre otras personas que, tal vez, me haya mandado Dios.

No sé bien qué pensar de la Biblia. Hasta ahora todo lo que está escrito es obra de los hombres. Por ejemplo, no entiendo bien el episodio en que Dios entrega a Moisés las Tablas de la Ley con los diez mandamientos. Los indios Selk’nam tenían rituales parecidos, se pintaban los cuerpos y así disfrazados bajaban de la montaña haciéndose pasar por extraterrestres que llegaban para dictar y hacer cumplir la ley.

A veces pienso en los diez mandamientos. Hace algunos años fantaseaba sobre qué diría si me confesara en un verdadero confesionario, con un cura cualquiera (de paso confieso que a veces me quedo hasta el final de la programación de Canal Siete para escuchar el mensaje del padre Farinello)

Respecto de los pecados capitales. A veces me siento avaro, a veces me enojo, a veces soy envidioso y orgulloso. Mis pecados capitales preferidos son la lujuria, la gula y la pereza. Me encanta el sexo, la buena mesa y dormir y no hacer nada en todo el día.

En cuanto a los diez mandamientos, creo que amo a Dios por sobre todas las cosas, aunque todavía no se quién es Dios.

Me siento más politeísta que monoteísta, pero también creo que hay algo así como un Padre Celestial, superior a todos.

Llevo una vida sexual licenciosa y no creo en la fidelidad, así que supongo que soy un adúltero. Siempre tuve parejas abiertas, algunas funcionaron, otras no.

Hace unos pocos años pude reconciliarme con mis padres, después de nueve años de terapia —a veces pienso que me gustaría retomar el psicoanálisis, pero me arrepiento enseguida— y trato de respetarlos lo más que puedo.

Sobre el mandamiento “No fabricareis ídolos ni los adoraréis”, me gustaría leer el original y saber a qué se refiere.

A veces miento sobre mí o sobre otros, por suerte bastante poco, no me gusta mentir porque una mentira lleva a la otra, y termina siendo todo un gran trabajo, pero sobre todo porque mi madre era mitómana. Por suerte ahora está mejor. Eso sí, cuando miento tengo que hacerlo por teléfono o a la distancia, porque me pongo colorado y me descubren enseguida.

A veces me sentí culpable de haberle contagiado el VIH a Claudio, un amante que murió en el hospital Ferrer. Ahí lo atendió mi médico, el doctor Rizzo. Fui a verlo varias veces al hospital y cuando se lo comenté me dijo que no sabía de quién se había contagiado, que no importaba y que si había sido yo, no tenía por qué sentirme culpable. Igual le pedí que me perdonara.

Cuando era chico intenté en varias oportunidades robar golosinas en un kiosco que estaba en la cuadra del cine Constitución. Pude hacerlo una sola vez, antes de ir a ver Bambi. Unos años más tarde, robaba cuando pasaba viajes en taxis y colectivos demás con los viáticos de la compañía de seguros donde trabajaba como cadete. Tenía alrededor de veinte años cuando, después de haber tomado un ácido, terminé la noche en la casa de un hombre que se quedó dormido por la borrachera y que en la puerta del dormitorio tenía pegado un cartel publicitario anti-drogas que me enojó, entonces le robé dos o tres cassettes horribles —uno era de Frank Zappa— que nunca pude escuchar y también le saqué plata de la billetera. En París robé monedas de las secadoras en el lavadero automático donde trabajaba y del “bote” cuando trabajaba como camarero en un restaurant, en Madrid. Seguramente me olvido de algunos otros robos menores.

Por lo general no me gustan las mujeres y mucho menos me metería con la mujer de otro. Una vez, en un vernissage en el museo Boijman de Rotterdam, quise seducir a la mujer del director del museo, pero yo estaba borracho y además no sabía que se trataba de una mujer casada. Apenas me enteré de esto, traté de arreglar la situación confesándole que era gay y le pregunté si no tenía algún amigo para presentarme. Ella me presentó a un hermoso conocido suyo que se ofreció a llevarme de recorrida por los bares. Yo estaba tan borracho que no pude seguirlo.

Por lo general trato de no decir nada en vano, aunque a veces no puedo evitarlo.

No se qué es santificar las fiestas. Siempre que lo recuerdo, entrego mi vida a Dios, aunque no sepa qué o quién es.

También creo en las palabras de Mme. Bonnot —una sanadora que conocí en París y que me hizo varias veces imposición de manos. Ella me dijo que no tenía que sentirme culpable de nada, y trato de que así sea. Me dijo también que yo tenía el don de la escritura automática y que me invitarían a diferentes ciudades del mundo. Cuando me acuerdo de ella digo la oración que me enseñó, “Je veux être dans la lumière avec Claude Bonnot”.

Frases preferidas. Del Bushido (camino del guerrero): “Al enemigo no se lo nombra”, “El guerrero actúa como si ya estuviera muerto”. De la Biblia: “Que no se ponga el sol sobre vuestro enojo”, “Mirad las aves del cielo, que no siempre siembran, ni siegan, ni guardan en graneros, y vuestro Padre Celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?” La idea equivalente a la de este versículo bíblico, aparece también en el budismo: “Los seres humanos somos como las vacas. Solo estamos aquí para dormir, comer y cagar” (Sogyal Rimpoché, Libro tibetano de la vida y de la muerte). Me gustan también el "Sermón del monte" y el "Padrenuestro". Del hinduismo canto algunas mañanas: “Om / Asato Maa Sadgamaya/ Tamaso Maa Jyotir Gamaya / Mrityor Maa Amrtam Gamaya/ Om/ Shaantih Shaantih Shaantih (Oh, Señor, por favor, guíame de lo irreal a lo real, de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida) Es un mantra del Brihadaranyaka Upanishad que está en el disco Cantos de la India de Ravi Shankar. Me lo prestó mi amigo Raúl Escari y, confieso, me cuesta mucho devolvérselo —descubrí la versión tecno de este mantra al final de Matrix II. Del I Ching: “Si se te escapa un caballo, no corras tras él”. Del Aikido: “Si te caes siete veces levántate ocho”.

Confieso que estoy tomando vino y fumando una excelente marihuana mientras escribo estos papeles manuscritos. Estoy en trance.

Confieso que por ser escritor de poca obra (Daniel Link rechazó a una alumna su monografía sobre la obra completa de Pablo Pérez. “La obra completa de Pablo Pérez no existe”, le dijo) me propuse escribir para esta ocasión un texto nuevo. Estoy tratando de terminar de escribir tres cuentos y corrigiendo El mendigo chupapijas. Todo me cuesta muchísimo. ¿Por qué escribo? Es algo que podría tranquilamente no hacer, dedicarme a otro trabajo. Pero no se hacer ninguna otra cosa.
Creo que la literatura es un oficio para vanidosos. Lo peor es que sé que lo soy. Con estas palabras queda claro que lo soy. Preferiría no serlo. Tal vez muchos de los escritores que dejaron de escribir lo hayan hecho por no caer en la vanidad. Pero también pienso que así como nos gusta leer, a alguien debería gustarle escribir. ¿Por qué a mí?

Confieso que empecé a escribir porque era una opción económica. Cuando era chico quería tocar el piano, pero mis padres nunca pudieron pagarme las clases y mucho menos comprarme el instrumento.
A los dieciséis años pude pagar un Taller de Cuento en el IFT, en Boulogne sur Mer y Corrientes, con el dinero que ahorraba en colectivo porque iba caminando a la escuela. El taller lo daba Susana Silvestre —tuve una vez la oportunidad de tomar un café con ella y con su maestro Abelardo Castillo en La esquina de León Paley, pero yo apenas sabía quién era Abelardo Castillo y estaba tan emocionado que no recuerdo nada de la conversación. Al poco tiempo empecé a ir al taller que Susana Silvestre daba en su casa, todos los martes. Susana fue una gran maestra, muy generosa con sus alumnos, de ella aprendí el oficio de escribir y el de enseñar. (Lo referente a ella fue revisado y ampliado el 20 de marzo de 2008, unos días despues de su fallecimiento (q.e.p.d)) En tres años escribí unos pocos cuentos que perdí en un asalto a mano armada en la escalera mecánica de la estación de subte Independencia, línea E. El ladrón disparó contra un escalón y le di el bolso y una gorra de cuero que me había comprado haciendo juego. Seguro que pensó que estaba asaltando a un turista y se llevó un morral lleno de cuentos de principiante (¡por suerte se los llevó!).
Una vez, llevé al taller un cuento, el único que hoy conservo de aquella época porque lo escribí después del robo, sobre mi primer encuentro sexual fetichista sadomasoquista —todavía no sabía que iba a ser mi tema preferido— con un inglés que me había llevado a su negocio de artículos de deportes. La historia transcurría en el baño del local. El inglés me dio una camisa leñadora y me indicó que golpeara la puerta y entrara abruptamente, que ahí lo iba a encontrar pajeándose sentado en el borde de la bañadera. Yo tenía que gritarle “¡Puta! ¿Siempre te encuentro haciéndote la paja?”. Y pegarle piñas y cachetazos. De pronto empezó a sangrarle la nariz… Recibí de mis compañeros unas críticas durísimas que comparaban la historia de mi cuento con las torturas de la última dictadura militar. Ya estábamos en el año 83. De todas maneras ya sentía que después de tres años ya había aprendido todo lo que podía aprender en aquel taller. A los dieciocho años me sentía un incomprendido. Dejé de escribir cuentos y empecé a escribir poemas.
Por entonces conocí a Arturo Carrera en Soviet, una disco que quedaba en Viamonte y Suipacha. Me lo presentaron mi amigo Nicolás Gelormini y Pablo Dreizik. “Arturo es uno de los mejores poetas de la Argentina”, me dijeron. Me acerque a él, que lo primero que hizo fue elogiarme la vestimenta. Creo que es por eso que hoy recuerdo exactamente cómo estaba vestido esa noche, con una remera ballenera blanca, bombachas de gaucho color beige y borseguíes negros. Esa noche nos hicimos amigos y más adelante me enseñaría mucho y me ayudaría a escribir un libro —que ahora me parece malísimo— Yo era un feto, peor que los “poemas malos” de Daniel Link, que leyó me llamaba “feto” cada vez que nos encontrábamos hasta que publiqué “Un año sin amor”. Fue Severo Sarduy el que me había alentado a que terminara una plaquette con esos poemas malos que, según él, eran como las “vanidades del siglo XVII”. Confieso que traté de averiguar qué son dichas “vanidades” y sigo sin saberlo. Ahora pienso que tal vez hayan sido un invento de Severo Sarduy. Dicho sea de paso, confieso que la noche que lo conocí, en su departamento de Montparnasse, me pidió que lo cagara en el pecho y lo intenté, pero no pude. Después tuve un sueño erótico con él.

Confieso que para escribir esto estoy usando el método de “ los dos minutos” y el de la “mano que no para”, para ver si puedo escribir con el hemisferio derecho (después agregué y corregí).

Confieso que cada vez que no me decido a escribir, es porque me asalta un dilema moral.

Confieso que me da terror la idea de llegar a publicar un mal libro. Sobre todo cuando no es necesario.

Confieso que ahora estoy tratando de escribir con letra caligráfica, jugando a perder la personalidad y a hacer una caligrafía “standart”, porque pienso que concentrándome en la caligrafía podría olvidarme de mí y escribir automáticamente, como me vaticino Mme. Bonnot que lo haría.

Confieso que a veces siento que es otro, un espíritu, el que escribe a través de mí y no yo, algo, por cierto, difícil de comprobar. Por si acaso, mientras escribo esto —a mano porque no funciona la impresora que por algún capricho no se deja encender—, tengo llenas dos copas de vino con las que brindo, tomo un poco de una y otra copa y trago todo junto, en honor a mi supuesto acompañante.

Confieso que tengo pensamientos precarios, por ejemplo, que a veces pienso por qué los que quieren guerra no se agarran y se matan entre ellos de una vez, o que odio a los hipócritas millonarios que no se dan cuenta de que hasta que no repartan un poco más equitativamente la riqueza vamos a vivir todos en un infierno. Que envidio a los que mueren sin sufrimiento y pienso también que si el más allá existe, entonces no nos morimos y que si no existe, no nos damos cuenta de que ya estamos muertos. En definitiva, que los que sufrimos somos los que seguimos viviendo de no ser que exista el infierno, aunque creo que ya estamos en el infierno y que va a ser todo cada vez peor por mucho tiempo más. Ya perdí las esperanzas de ver florecer una nueva Edad de Oro. Creo que si alguien me diera la opción entre vivir y morir elegiría morir.

Algunas confesiones menores son que a veces hablo solo en voz alta por la calle y que cuando nadie me ve me gusta meterme los dedos en la nariz y disfruto tirando de los mocos largos consistencia blanda y gomosa.

Confieso que mi canal preferido es Canal 7.

Confieso, también, que algunos personajes retrógrados me irritan. O. Q., por ejemplo, cuando criticó la muestra fotográfica y literaria de Sebastián Freire y Daniel Link, Diario de reciencasado, argumentando “baja calidad” cuando en realidad lo que no soporta es la temática gay. Confieso durante un tiempo pensé que Q. era gay y me calentaba, hasta que un día, en uno de sus programas, enfatizó que era casado y menciono a sus hijas. Me sentí decepcionado, pero no tanto como ahora, después de sus ridículos argumentos contra Link y Freire; creo que todavía está a tiempo de recuperarse de esa idea tan cerrada que tiene de la cultura en “su refugio”.

Confieso que me pareció ridículo que la Real Academia Española introdujera la palabra “yin” como alternativa a “jean” en el diccionario.

Confieso que leí y disfrute las columnas de Murena en Sur y que a veces trato de imitarlo. Empece un weblog con esa intención, Ego puto in orto meo, pero me da pereza escribirlo y lo tengo abandonado.

Confieso que tengo una teoría tonta. Que María Moreno eligió su seudónimo con las iniciales M. M. porque a veces se siente como Marilyn Monroe. Se me ocurrió cuando la vi en una foto en Página 12, recostada como una diva, con unos sugerentes zapatos rojos y medias de red. Nunca me acordé de preguntárselo para confirmarlo. Tal vez piense en esto ahora porque me acordé de una amiga de mi mamá, que para su carrera de actriz se puso Mercedes Montes, para también tener las iniciales de Marilyn; o tal vez porque más arriba menciono a Murena.

Confieso que me gusta decir guasadas solo por desprecio a la “cultura” (como la entiende, por ejemplo, O. Q.) y que si no las dijera ahora, que justamente se trata de hacer confesiones, me sentiría un cobarde. Como si después de haber tirado una piedra, estuviera escondiendo la mano.

Confieso que me gusta lamer cuero y botas, la lluvia blanca, la lluvia dorada (me va casi todo menos la mierda, los vómitos y la sangre). Me gusta que me aten y que me den latigazos en la espalda y el culo y golpes de puño en el estómago. También me gusta el juego con cigarros y el control de respiración, entre otras prácticas del sadomasoquismo leather. Pero sobre todo, confieso que lo que más me gusta es la pija y que por mi culo ya pasaron kilómetros.

Confieso que soy yo el esclavo enmascarado que aparece en el cepo con chaps de cuero y botas de montar, recibiendo los fustazos del Amo Man in Boots, en una emisión de Ser Urbano de noviembre de 2004 sobre sexo leather y sadomasoquismo —de paso confieso que me pareció una truchada el montaje de Gastón Paul, que no estaba ahí cuando hicimos la escena, observándonos con cara de asombro.

Confieso que hay algunos pasajes de mi novela Un año sin amor que no son verdad (cuando se supone que se trata de una novela autobiográfica), por ejemplo cuando cuento que en un bar leather de París, alguien me quema la ingle con la brasa de un cigarrillo.
Confieso que alguna vez fumé colillas de cigarrillos que encontraba tiradas en la calle, pero que nunca podré —al menos eso creo— ser tan asqueroso como Divine al final de Pink Flamingos, cuando come caca de perro verdadera, humeante, recién cagada por un caniche blanco.

Confieso que a veces juego con Clemente, lo hago bailar y hasta converso con él. Clemente es un muñequito con llavero. La cabeza, de monito, es una pelotita de telgopor recubierta de peluche marrón claro con la cara y el hocico de pañolenci rosado. Los ojos son dos mostacillas negras, la nariz, un puntito de tela rojo, y la boca una costura negra. El cuerpo es un resorte enfundado también en peluche, al igual que los dos pies. Sabe bailar y tiene la mirada contemplativa y dulce. Confieso que Clemente es mi hijo. Se lo compré a un puestero del Once porque apenas lo vi me pareció que era igual a Rodrigo, un viejo amante, y se me ocurrió regalárselo. Rodrigo se la pasaba durmiendo, y cuando yo me aburría y quería que se despertara, me acercaba a la cama y tomando a Clemente por la cadenita del llavero, lo hacía bailar sobre él. Fue idea de él ponerle el nombre de Clemente, porque no tiene manos, como el personaje de Caloi, y fue también idea de él decir que Clemente era nuestro hijo. Como vivíamos cada uno en su casa, Clemente se iba a veces con él y a veces se quedaba conmigo. En realidad debo confesar no sólo que Clemente es mi hijo, sino que además, a mí me tocó ser la madre. Rodrigo no se lo llevó cuando dejamos de vernos. Así que ahora, mientras escribo, Clemente está en mi escritorio, sentado sobre un cascote que uso como pisapapeles, observándome. Está aburrido. Pongo Metrodance, lo agarro del llavero y lo hago bailar.

Cito otro precepto cristiano que acabo de escuchar decir al Padre Farinello y que encuentro muy oportuno como palabras finales: “La misma vara que utilices para medir a tu Hermano, Dios la usará para medirte a ti”.

Confieso que hoy, 7 de octubre —cuando estoy tratando de darle fin a esto—, es el aniversario de la muerte de mi hermana Paula. Y que estoy llorando de desconsuelo y felicidad al mismo tiempo. De desconsuelo porque murió y de felicidad porque me está acompañando. Por eso otra vez brindo con dos copas y le dedico estas confesiones a ella.

Se impone una más. Cuando inicié la impresión de estas confesiones, empezaron a aparecer signos extraños. En la primera hoja, sobre el margen superior izquierdo se lee “DHP”, lo que interpreté como “hijo de puta”. Más adelante, después de páginas y páginas de números y letras sin sentido aparente, picas, tréboles, signos pesos, corazones y otros signos, se lee en otra hoja “PD”, lo que interpreté como la forma abreviada de escribir “puto” en francés. Confieso que creí que se trataba de algún espíritu que trataba de comunicarse a través de la impresora, con alguna dificultad que le impedía escribir un texto legible, y por eso decidí no interrumpir la impresión pensando que tal vez llegaría a articular algo con sentido, o que más adelante podría decodificar. Se imprimieron muchas hojas, cada una con un breve y extraño mensaje. Hasta que las hojas se me acabaron…
Más tarde me di cuenta de que la impresora estaba mal programada, entonces traté de relativizar todo y calmarme, pero aún sigo pensando que tal vez se trate de un mensaje del más allá.

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